Hacia una resiliencia con sentido común

Monólogo de un planeta con hipo

Cuando la naturaleza estornuda,

la burocracia improvisa y la tragedia se repite.

—Alfonso A. González F.

La naturaleza en su infinita sabiduría no comete errores, simplemente ajusta, mientras el ser humano, en su infinita arrogancia, interpreta esos ajustes como “desastres”.

Así nace el “equívoco divino” para responsabilizarla y convertir un fenómeno meteorológico, en una tragicomedia de protocolos tardíos y heroísmos improvisados.

Vivimos en un escenario donde el dramaturgo principal parece tener un humor bastante ácido: el telón se abre con un terremoto, un huracán o lluvias que, según los archivos, “no se veían en cien años”, mientras la audiencia asombrada —nosotros— aplaude con estupor la brutal coreografía de la Tierra.

Entonces entra en escena el elenco humano con protagonistas: tercos, necesitados, románticos y hasta especuladores.

Son quienes construyen sus hogares en el lecho seco de un río, al borde de un acantilado inestable, la ciénaga o sitios con alto grado de vulnerabilidad, algunos lo hicieron dicen “por la vista”, pero una vista que ahora incluye helicópteros de rescate y cámaras de noticieros.

Las autoridades, como un coro griego, anuncian la tragedia una vez que ha sucedido, y acuden con discursos cargados de lamentos y promesas hercúleas, resultando tan predecibles como el curso mismo de la tormenta.

PERTURBADORES.

A esta hija de la naturaleza, la califican como algo “imprevisible”, mientras que estudios geológicos, estadísticas y mapas de riesgo, permanecen ignorados en algún archivo olvidado o en oídos mal lavados.

La ironía alcanza su clímax en el momento de la ayuda, ya que los almacenes de prevención, esos templos de la previsión suelen estar vacíos de todo, salvo polvo y buenas intenciones y rótulos deslumbrantes del color de moda.

La logística de la asistencia es otro rollo y se asemeja a una danza de gallinas sin cabeza: mucho movimiento, mucho cacareo, pero nula dirección.

Es prácticamente un ballet de la incompetencia, donde los recursos para la reconstrucción (si existieran) se evaporan más rápido que un charco bajo el sol del desierto.

Para el gran final de esta farsa helénica, los damnificados son reubicados, con solemnidad burocrática, en terrenos igual de riesgosos, pero con un nuevo nombre: “urbanización de interés social”, y como inferimos, el ciclo se repite, pero como una comedia que perdió la gracia hace varias temporadas.

CONSECUENCIAS.

La verdadera catástrofe no solo es el sismo y el derrumbe, sino también la ceguera que nos impide reconstruir sobre bases sólidas y perpetúa la vulnerabilidad al edificar sobre las mismas ruinas, esto es similar a la inundación causada por la miopía que permitió construir en cauces naturales, laderas de ríos o zonas de alto impacto ambiental.

La evidente complicidad entre ambas partes resulta aún más impactante al considerar el lucro obtenido de las necesidades generadas por los desastres.

Este enriquecimiento se produce a través de la autorización o fraccionamiento de zonas sin una planeación adecuada, lo cual es sumamente preocupante.

Podríamos considerarlo como seguir jugando a la ruleta rusa con la naturaleza y como colofón, fingimos sorprendernos cuando la realidad del paisaje se manifiesta de manera contundente.

Somos la única especie que se instala y/o compra una hipoteca sobre un volcán activo y luego reclama indemnización por la pérdida de su “hogar”, con humor negro, esta sería la única venda para los ojos que nos evita caer en la rabia o la desesperación ante este circo.

En medio de este absurdo, hay una posibilidad de redención colectiva y en donde la elegancia no consiste en negar la fuerza de la naturaleza, sino en aprender a bailar con ella.

DILIGENCIAS.

Conlleva la transformación de los mapas de riesgo en directrices territoriales, sagradas, vinculantes e innegociables, representando la aplicación de la inteligencia, para la prevención y el fortalecimiento de las bases estructurales, antes de que ocurra un nuevo evento catastrófico, en lugar de reaccionar posteriormente.

Visualicemos una sociedad en la cual la solidaridad no se perciba como un recurso excepcional, sino como una estructura institucional, autónoma, robusta y permanente.

En tal contexto, los comités de defensa civil contarían con una financiación adecuada y estarían plenamente operativos, de modo que su eficiencia se consideraría rutinaria y carente de elementos dramáticos.

Como sociedad, debemos exigirnos la capacidad de ser los constructores de un futuro más resiliente, donde la reconstrucción implique una mejora continua, no una mera repetición de lo anterior. 

La memoria de lo perdido debe servir como el fundamento inquebrantable que garantice, que lo nuevo, será superior en términos de habitabilidad, y que aún está por ser concebido.

De otra manera, el planeta seguirá teniendo hipo, cuestionando si nosotros aprenderemos por fin, a construir una casa que no se derrumbe con cada estornudo.

Corolario:

“Visión crítica y analítica con propósito renovado, claves para edificar lo perdido”

  • Fotografía en portada de NOAA a través de Unsplash.