El traje no hace al servidor

“El precio de desentenderse de la política,

 es ser gobernado por los peores hombres.”

—Platón

En el imaginario colectivo, el servidor público y el político suelen confundirse como si fueran sinónimos intercambiables.

Ambos ocupan cargos, firman documentos, aparecen en actos oficiales y, en ocasiones, hasta usan el mismo traje, pero detrás de esa aparente similitud, se esconde una diferencia sustancial: la vocación de servicio frente a la vocación de poder.

El servidor público es por definición, un profesional que trabaja para el bien común y su labor está regida por principios de legalidad, eficiencia, imparcialidad y responsabilidad.

El no busca reflectores, sino resultados pues su mérito no se mide en votos, sino en indicadores de desempeño, en la calidad de los servicios que ofrece, en la confianza que inspira, podemos considerarlo como el constructor silencioso de las instituciones, el que sostiene el edificio mientras otros cortan el listón.

El político en cambio vive en campaña. Su oficio es la persuasión, su herramienta el discurso, su objetivo la permanencia, dejando claro que no siempre se le exige saber, pero sí convencer ya que su éxito se mide en aplausos, en encuestas, en likes.

SEDUCCIÓN.

Se caracteriza en ser una especie de hipnotizador pues llega a prometer puentes donde no hay ríos, y aún así llega a ser celebrado por su “audacia”

El político es en muchos casos, un actor con libreto propio, aunque a veces improvisa con tal entusiasmo que olvida el guion institucional, la legalidad, la realidad y las causas.

No es que no pueda ser servidor público, de hecho, en una democracia sana, debería serlo, pero el problema surge cuando el político se disfraza de servidor, sin asumir sus deberes técnicos ni éticos.

Aquí es cuando la retórica sustituye a la gestión, y el espectáculo reemplaza al servicio.

El político que no se transforma en servidor público al asumir un cargo, se convierte en un riesgo institucional: administra con criterios de popularidad, legisla con urgencia mediática y gobierna con la vista puesta en la próxima elección.

El servidor público, por su parte, no necesita aplausos, encontrando su recompensa en la mejora continua, el cumplimiento de metas, la tranquilidad de saber que hizo lo correcto, aunque nadie lo note.

Es el que permanece cuando los reflectores se apagan, el que reconstruye después del huracán electoral, el que garantiza que el Estado funcione incluso cuando la política se extravía.

Claro, hay políticos que entienden su papel como un servicio, al igual los hay quienes estudian de verdad, los que verdaderamente escuchan, los que se rodean de expertos y que respetan la institucionalidad.

Pero lamentablemente, también hay quienes confunden el cargo con el privilegio, el poder con la impunidad, y el liderazgo con el protagonismo.

Aquí es donde la ironía se vuelve necesaria, porque no deja de ser curioso que algunos políticos, al llegar al poder, se rodeen de servidores públicos para que les expliquen cómo funciona el país que prometieron cambiar y pidan informes, diagnósticos, planes, etc., y luego los ignoren por no caber en su equipo.

ARTIMAÑAS.

Son los mismos que celebran la transparencia mientras negocian en lo oscuro, los que hablan de austeridad con relojes que valen más que el costo de un posgrado universitario.

El servidor público, en cambio, suele tener una vida más austera, menos glamorosa, con jornadas que no terminan con una entrevista, sino con una auditoría.

Su prestigio no se construye en mítines, sino en memorandos y tareas cumplidas a cabalidad, y aunque no siempre se le reconoce, es quien sostiene la legalidad, la continuidad y la esperanza de que el Estado no sea rehén de la vanidad.

La diferencia, entonces, no está en el cargo, sino en la actitud: el servidor público sirve, mientras el político, sino se le cuida, se sirve.

Uno construye instituciones, el otro, sino se transforma, las usa como trampolín.

Uno responde a la ley, el otro, a la coyuntura.

Uno trabaja para todos. El otro, a veces, solo para sí, sus cuates y sus intereses.

Y aunque ambos son necesarios en la vida pública, es urgente que la ciudadanía sepa distinguirlos, porque cuando el político se impone al servidor, el Estado se convierte en escenario, y cuando el servidor público es desplazado por la lógica electoral, la gestión se vuelve solamente un espectáculo patético.

La democracia necesita políticos con vocación de servicio y servidores públicos con respaldo político, pero, sobre todo, necesita ciudadanos que sepan diferenciar entre el que promete y el que cumple, entre el que habla y el que trabaja, entre el que brilla y el que sostiene el circo.

Corolario:

“Político que no es un servidor público, es un lastre para la sociedad”

  • Imagen en portada generada con ayuda de Gemini.