“El futuro está incrustado en el presente”
John Naisbitt
El natural optimismo de nuestra mente suele inclinar nuestros análisis hacia escenarios alentadores, lo cual, si bien aporta esperanza, puede dificultar una evaluación objetiva cuando lo que se vislumbra ni es halagüeño, ni nos favorece.
No obstante, anticipar el porvenir sí puede ser una herramienta valiosa para transformarlo, siempre que tengamos la disposición de considerar también, aquellos eventos que resulten incómodos o desfavorables.
Si nos ofrecieran una bola de cristal que permitiera ver el futuro, imagino que la mayoría brincaría ante la posibilidad no sólo por saber qué nos espera, sino buscar cambiar el futuro.
Persiste una resistencia generalizada por anticipar lo que podría ocurrir a partir de la información disponible, una actitud que, se mantiene en nuestro contexto, incluso ante la presencia de factores adversos que vuelven más complejo este ejercicio de previsión.
CEGUERA.
La negación no siempre es un acto voluntario, a veces, es una coreografía social que se aprende con práctica, lo insólito es que aun teniendo frente a nosotros los tableros encendidos en rojo y los indicadores que alertan sobre el deterioro de sectores clave para el desarrollo sustentable, una parte significativa de la sociedad opta por ignorarlos como si fueran anuncios de precaución: ahí están, pero nadie les hace caso.
Es como si se nos hubiera agotado el sentido de urgencia, pareciendo haber desarrollado una peligrosa inmunidad a las malas noticias, pero no porque seamos más resilientes, sino porque, al parecer, aprendimos a vivir con el humo sin buscar el incendio.
—“La normalización del deterioro ambiental, social e institucional, no es una adaptación saludable de la especie, sino una rendición silenciosa disfrazada de optimismo”
— Alfonso A. González F.
Nuestro cerebro optimista nos puede llevar al error y no es exageración, de hecho, da en el clavo: somos una especie que prefiere pensar que el semáforo amarillo es decorativo o que el semáforo rojo está mal calibrado, llevándonos inclusive, a considerar que los problemas estructurales no son tales, sino que son “retos”, “áreas de oportunidad”, o mejor aún, “transiciones en proceso”
SECUELAS.
Esta forma de ver el mundo no sería tan grave sino tuviera consecuencias reales, pero mientras seguimos practicando el noble arte de no hacer olas, los problemas crecen, se hacen más complejos y caros para resolver.
Ahí están los indicadores de agua, energía, salud, movilidad, educación, seguridad, etc., todos mostrando señales de advertencia, y nosotros tomando café o decidiendo repostear el meme sobre el asunto, o mirando hacia otra parte.
El fenómeno resulta aún más absurdo cuando recordamos que ya no estamos a ciegas, pues disponemos de tecnologías, metodologías y especialistas que nos permiten mapear, medir y modelar el futuro con una precisión cada vez mayor.
Lo que falta no es información, sino disposición, ya que una sociedad bien informada pero pasiva, no es una sociedad moderna: es una que decidió subarrendar su porvenir.
Hay un punto especialmente risible y trágico: la conducta cívica que se limita a esperar que alguien más lo resuelva, siendo equiparable a estar en un barco viendo cómo entra el agua por el casco, y en vez de tapar el hueco, nos turnáramos para votar sobre el color del salvavidas, en pocas palabras, se gasta más energía en justificar la inacción, que en organizar una solución.
Los responsables institucionales tienen una alta cuota de responsabilidad, pero no puede pasarse por alto, que una sociedad que no exige se convierte en cómplice. Recordemos que la democracia también se alimenta de reclamos sensatos, y vigilancias incómodas, pero cuando los ciudadanos callan ante lo ineficiente o lo injusto, los líderes se la llevan más cómodamente y pierden el incentivo para corregir el rumbo.
Por ello, sí nos hace falta una bola de cristal, pero no para ver el futuro, sino para que nos devuelva el sentido común del presente, uno que nos permita ver la realidad sin filtros, sin eufemismos, sin discursos sedantes, porque si seguimos cruzando los dedos para que las cosas mejoren sin intervenir en ellas, entonces no estamos apostando por el futuro: estamos jugando a escondernos de él.
En suma, no basta con reconocer que los indicadores están mal; urge actuar con una combinación de inteligencia técnica y presión social para que los cambios sucedan de forma ágil, viable y efectiva, insisto, el optimismo no debe ser un refugio para la evasión, sino el combustible para la transformación.
Ya va siendo hora de que dejemos de decir “todo va a estar bien” como si fuera una receta mágica, y empecemos a preguntar: ¿quién se está encargando de que todo esté bien, y cómo le ayudamos? porque por muy buena que sea la fe, no repara baches, no limpia parques, ni reduce la delincuencia. ¡Hay que moverle!
Corolario.
“La sociedad civil, contrapeso para entender el presente, y mejorar el futuro”
- Fotografía en portada de Nicole Avagliano a través de Unsplash.