“No heredamos la tierra de nuestros antepasados,

la tomamos prestada de nuestros hijos”

 — Antoine de Saint-Exupéry

Las ciudades del siglo XXI se encuentran en la encrucijada más compleja de su historia, por un lado sus habitantes, cada vez más numerosos y conscientes, demandan con vehemencia más y mejores servicios: transporte público de vanguardia, espacios verdes y sustentables, infraestructura digital omnipresente y una movilidad ágil e inclusiva.

Exigimos a nuestras autoridades que transformen el entorno urbano en un ecosistema de eficiencia y bienestar, sin embargo, esta legítima aspiración choca frontalmente con una realidad incómoda: como comunidad, a menudo omitimos, evitamos, mal usamos e incluso ignoramos las normas elementales de convivencia y el cuidado de la infraestructura que tanto anhelamos.

SEPARACIÓN.

Esta paradoja disecciona la brecha crítica entre el urbanismo—la disciplina que planifica la ciudad como un ente físico—y la urbanidad—la cualidad que define el comportamiento cívico de quienes la habitan.

El urbanismo responde a las demandas ciudadanas con planes maestros y soluciones técnicas, diseña ciclovías integradas, implementa sistemas de bicicletas compartidas, instala bancas inteligentes y despliega sensores para convertir la urbe en una “ciudad inteligente”.

Su lenguaje es el del hormigón, el acero, el dato y la eficiencia, es la materialización de la promesa de un futuro mejor.

Contar con un carril exclusivo para autobuses es urbanismo puro y duro cuyo objetivo es acelerar el transporte colectivo, empero, este esfuerzo de planificación se ve sistemáticamente saboteado por la falta de urbanidad.

Cuando un automovilista estaciona su vehículo “un momentito” en ese carril exclusivo, o cuando los peatones lo cruzan de forma temeraria y en espacios indebidos, no está desafiando una estructura de concreto, sino el pacto social que la sustenta.

El objeto físico —el urbanismo, es inerte, mientras que la acción humana —la urbanidad, es la que le da vida o lo condena al fracaso.

Esta contradicción se manifiesta en la cotidianidad, ya que, si bien demandamos parques limpios y sustentables, contribuimos a su contaminación al arrojar basura.  Asimismo, si bien exigimos un sistema de transporte puntual y moderno, lo deterioramos mediante actos de vandalismo, incluyendo la escritura de poemas urbanos en sus asientos, e intentamos evadir el pago correspondiente que garantiza su funcionamiento.

Lo más irónico es que exigimos a gritos más inversión en alumbrado público y mobiliario urbano, pero hacemos la vista gorda cuando alguien los destroza.

Este comportamiento va más allá del simple incivismo, pues revela una contradicción profunda: concebimos la ciudad como algo ajeno, un proveedor de servicios al que exigimos sin aportar. Nos comportamos como críticos implacables, pero rehuimos el rol de coautores. Juzgamos la obra sin participar en su construcción, olvidando que la ciudad también nos pertenece y nos necesita.

RITMOS.

El conflicto radica en la diferencia de velocidades, pues mientras el urbanismo avanza rápido, impulsado por inversión y tecnología que puede transformar plazas o renovar flotas en poco tiempo, la urbanidad, en cambio, se gesta lentamente, fruto de cultura, educación y valores que requieren generaciones. No se decreta, se cultiva.

Cuando una sociedad no asume pertenencia ni corresponsabilidad, la infraestructura pública se percibe como un recurso a explotar y hacer negocios menos como un legado a preservar y para cerrar esa brecha, se exige una intervención social tan audaz y meticulosa, como las obras físicas de vanguardia.

No basta con publicitarse como una ciudad inteligente (Smart city), necesitamos ciudadanos comprometidos, lo cual implica una pedagogía urbana constante, desde la escuela hasta campañas que informen y conecten emocionalmente a las personas con su entorno.

Requiere también de un diseño que fomente urbanidad: espacios preservados que inviten a su cuidado, sistemas intuitivos que desalienten el mal uso y una autoridad que, con equidad y justicia, haga cumplir las normas como garantía de derechos colectivos.

La ciudad que queremos no surgirá solo de planos y presupuestos, sino de un pacto de corresponsabilidad. Exijamos servicios de vanguardia practicando al igual, conductas urbanas de vanguardia. La verdadera “Smart city” no está en sensores, sino en civismo.

El progreso urbano será sustentable únicamente cuando sea, ante todo, progreso humano, no basta con construir ciudades más eficientes, es imperativo construir ciudadanos más comprometidos.

En suma, la ciudad no se define únicamente por sus avenidas, plazas o sistemas inteligentes, sino por la calidad humana de quienes la habitan, el verdadero desafío no es levantar muros más altos ni instalar más sensores, sino cultivar una conciencia colectiva que entienda la corresponsabilidad como el cimiento de todo progreso.

La urbe que soñamos será posible solo cuando cada ciudadano se reconozca como parte activa de su construcción, asuma el cuidado de lo común y practique la urbanidad como un acto cotidiano.

Al final, la ciudad más avanzada no será la que exhiba tecnología de punta, sino aquella que refleje en sus calles, parques y aceras la madurez de una sociedad que decidió crecer no solo en infraestructura, sino en humanidad.

Corolario:

“Exigir y cumplir, garantía de sociedades humanamente educadas”

  • Fotografía en portada de Piotr Chrobot a través de Unsplash.