Ego y presión social en la práctica profesional.
El Título como Ornamento
“La vanidad es tan fantástica,
que hasta nos induce a preocuparnos
de lo que pensarán de nosotros, una vez muertos”
— Ernesto Sabato
En el paisaje profesional actual, ha emergido una figura peculiar, el profesionista que, tras obtener un posgrado o doctorado, se resiste a ejercer su especialidad, pero exige con fervor ser llamado “doctor”, mas no por necesidad funcional, sino por convicción estética.
Este comportamiento no es una simple cuestión de etiqueta, es una coreografía del ego, donde el título académico se transforma en un accesorio de gala, más cercano a una joya, que a una herramienta.
El doctorado en teoría, representa la cima del mérito intelectual, no obstante, en la práctica, se ha convertido en un símbolo de un aparente estatus, como una medalla que se porta con orgullo, incluso cuando la batalla ya no se libra.
Para muchos, el título es un refugio, pues cuando la realidad laboral se muestra ingrata, mal pagada o saturada, el “Dr.” se convierte en un escudo, y al no poder reflejar lo que hacen, presumen lo que el papel dice que son, lo que fueron, o lo que creen ser.
Paradójicamente en la búsqueda de validación, algunos con más títulos que obras, confunden el diploma con la evidencia del talento, como si el saber valiera más por exhibirse, que por la práctica profesional.
APARIENCIA.
La presión social también juega su papel al vivir en una era donde el “tener” eclipsa al “ser”, y tener un doctorado es —para algunos— más importante que ejercerlo.
El prefijo “Dr.” en una firma de correo o en una tarjeta de presentación actúa como un atajo al respeto, no importa si el doctorado es en física cuántica y se trabaja en marketing digital, al final el título brilla igual.
LinkedIn, el escaparate de logros, refleja esta transformación, pues el prefijo “Dr.” ya no describe, sino declara: “miren mis galones, he llegado”, aunque no se sepa a dónde.
El “ego académico” surge de la creencia de que, al lograr algo que pocos consiguen, mereces reconocimiento permanente, aunque ese logro no tenga impacto real, ni aplicación práctica.
La identidad, en consecuencia, deja de fundarse en lo que se hace para asentarse en lo que se aparenta, y en ese escenario, el grado profesional se convierte en un pasaporte simbólico, siempre vigente en cualquier conversación, aun cuando no exista un verdadero destino profesional que lo respalde, ni solicitud a utilizarlo.
SIMULADORES.
La formación no siempre ayuda, ya que muchos doctorados se desarrollan en torres de marfil, es decir entornos aislados, lejos del mercado, mismos que al enfrentarse al mundo real, con su burocracia, clientes difíciles, servicios mercantilizados y altamente competidos, algunos prefieren quedarse en la teoría, usando el título como refugio y último bastión.
Hay quienes incluso renuncian a ejercer, pero no a ser llamados “doctor”, lo cual es una forma de decir: “mi valor no está en lo que hago, sino en lo que presumo que sé y en cómo me llaman”, provocándose ellos mismos una falsa superioridad.
No se trata de desmerecer el esfuerzo que implica un doctorado, al contrario, es admirable, pero convertirlo en un ornamento, en un fetiche identitario, es reducirlo a una caricatura, lo cual sería como comprar una bicicleta de carreras, y usarla como perchero.
La insistencia en el uso del título revela una tensión profunda entre el ideal académico, y la realidad profesional, entre el deseo de reconocimiento y la frustración del ejercicio, entre el mérito y la vanidad.
También hay algo de capricho en todo esto, y algo de teatro también, pues el “doctor” que no ejerce, pero exige el trato, es como el actor que dejó de actuar, pero aún firma autógrafos, viviendo del recuerdo, del símbolo, del aura.
La dignidad del conocimiento reside en la acción, no en el título, y no debe ser una simple etiqueta decorativa, sino una responsabilidad viva, ya que, si el título se convierte en ornamento, el saber se convierte en puro “show”.
Propongamos entonces una nueva ética del reconocimiento: que el respeto no se otorgue por el prefijo, sino por la práctica; que el prestigio no se mida en grados, sino en impacto; y que el verdadero honor esté en lo que se hace con lo que se sabe.
Porque al final, el conocimiento que no se aplica, es como una lámpara encendida en una habitación vacía: brilla, sí, pero no ilumina a nadie.
Corolario:
“Saber es hacer, no parecer”
- Imagen en portada generada con ayuda de ChatGPT.