“El precio de la grandeza es la responsabilidad”
— Winston Churchill
La retórica del servicio público se ha transformado en un mantra hipnótico, repetido con fervor casi litúrgico en la plaza política.
Le llaman vocación, se declama la entrega, se promete dedicación casi monástica al bien común, sin embargo, la realidad tangible revela una fractura profunda.
El relato sagrado del “servicio público”, no resiste la prueba profana del Estado de Cuenta Bancario, pues entre “servir”, “servirse” y “trabajar”, hay una gigantesca brecha material y conceptual que corroe los cimientos de la confianza ciudadana.
Mientras la ciudadanía navega escenarios borrascosos sobre aguas agitadas de la economía real, la clase política parece habitar un ecosistema paralelo, regido por leyes financieras que resultan exóticas y confusas para el ciudadano de a pie, como la compleja conjetura matemática llamada “el salto de masa”
PATRIMONIO.
Lo asombroso no es sólo el contraste, sino la desfachatez con la que algunos “servidores públicos” exhiben fortunas inverosímiles, atribuidas a herencias repentinas, premios de lotería o milagros contables.
Con ello destapan y exhiben recursos patrimoniales desproporcionados, olvidando la mesura, la discreción y el comportamiento ético que deberían corresponder a sus emolumentos.
El trabajo, actividad que millones de personas realizamos diariamente, se define por la creación de valor tangible o intangible, haciendo que este esfuerzo se intercambie por una compensación sujeta a las leyes del mercado y la productividad.
Con frecuencia, ese salario se traduce en un monto insuficiente, el cual se materializa con melancolía como una línea muy tenue y delgada, pero suficientemente clara a través de un recibo de nómina, cuyo valor resulta finito e inalterable.
En el otro extremo, el “servicio público” ha devenido en una práctica envuelta en opacidad económica, en donde el sueldo base de un alto cargo, aunque elevado, es apenas la punta visible del iceberg, ocultándose bajo la superficie, la acumulación de dietas, gastos de representación, seguros, indemnizaciones vitalicias y complementos por todo concepto imaginable.
Pero es imposible soslayar —y menos aún olvidar— los negocios que se tejen en lo oscurito, el tráfico de influencias y los favores cruzados, que generan bolsas de dinero capaces de convertir a un servidor público en próspero inversionista, socio o residente de clubes sociales exclusivos.
BURLA.
La ironía es contundente: quienes legislan sobre salarios mínimos y austeridad, operan bajo un régimen económico radicalmente distinto, predican moderación con la autoridad moral de quien nunca tendrá que practicarla, e invocan el sacrificio desde una posición blindada.
Resulta inconcebible que, partiendo de unos emolumentos oficiales fijos, se justifique el vertiginoso despegue patrimonial posterior.
Al terminar su mandato, muchos servidores públicos cumplen con su “rito de iniciación” pasando directamente a puestos en consejos, consultorías, o notarías de cuestionable necesidad, convirtiendo lo que antes era un escándalo, en una rutina aceptada.
Resula en esencia, la prueba elegante de que el “servicio público” es el preludio para gozar del privilegio de una franquicia privada, exhibiendo que nuestra ética colectiva anda extraviada.
La riqueza de los políticos profesionales no proviene del esfuerzo ni del talento, sino de una red de favores y discreción. Su capital económico se construye a partir de la influencia política, transformada estratégicamente en poder financiero, lejos de la transparencia y el mérito.
En este sentido, es llanamente una alquimia moderna, donde el poder se convierte en riqueza, con una eficacia que haría palidecer al mismísimo Midas.
La ciudadanía percibe que su esfuerzo no es justamente recompensado, ya que su salario parece depender más de las relaciones personales que de su capacidad y en este contexto, la meritocracia se debilita frente a los privilegios del servicio público, que superan ampliamente los beneficios del trabajo honesto.
DIVERGENCIA.
La elegante prosa política, con sus promesas de igualdad y sacrificio, choca de frente con la tosca realidad económica, haciendo que la narrativa del sacrificio se desplome al menor análisis contable, y abruptamente ante el sentido común.
Reducir esta brecha exige un ejercicio de transparencia radical: un escrutinio riguroso sobre el patrimonio “pre y post cargo”, con el fin de lograr una reconexión exitosa con la idea original del servicio público, como labor de dedicación y no como vía hacia la opulencia.
La brecha entre quienes sirven y quienes trabajan, refleja claramente la distancia entre los líderes y las personas a las que dicen representar.
Concluyendo con un toque de humor, y para el disfrute de quienes estudian la economía fantástica, podríamos decir que el verdadero milagro de la multiplicación de los panes y los peces no sucedió en Galilea, sino en las declaraciones patrimoniales de nuestra clase política.
El resultado va más allá de una lección de fe para el ciudadano común, es una prueba casi metafísica, para quien aún cree en la cuadratura del círculo.
Corolario:
“Fortunas obtenidas en el servicio público son espejismos de corrupción”
- Fotografía en portada creada con ayuda de Google Gemini.