“El fanatismo es la única fuerza de voluntad,
que los débiles pueden alcanzar”
– Eric Hoffer
El fanatismo y sus disfraces
Existe un momento sublime de incomodidad, un instante de pura lucidez tragicómica, en el que te das cuenta de que no estás discutiendo sobre ideas, sino sobre intereses disfrazados de fervor.
Es como presenciar a algunos defendiendo con lágrimas en los ojos las virtudes nutricionales de una galleta de cartón, pero no es por la galleta en sí, sino por la fábrica de cartón que poseen.
La defensa a ultranza de un proyecto inoperante, practicamente destinado al naufragio es uno de los espectáculos más vibrantes del mundo corporativo y cultural, pues no se protege el proyecto, sino el bono, el ascenso recién inventado o el miedo patológico a admitir meses de trabajo en una idea insensata, enfatizando que, aunque la fe mueve montañas, el interés mueve interminables presentaciones de PowerPoint.
Estos fenómenos no son hipotéticos, se ven en la vida pública cuando se “re-diseña” por enésima ocasión un plan de transporte urbano que no despega, empresas donde se insiste en continuar inyectando recursos año tras año a un producto que nadie compra o cuando se relanza por “sexta vez” una estrategia de seguridad ciudadana que no reduce ni los robos de bicicleta.
Se trata de todo menos de innovación, es más bien una estilizada coreografía para sostener presupuestos y egos, haciendo que el concepto de “innovación” sea tan solo pura utilería a fin de justificar recursos económicos y para que un personaje cuasi prócer visionario pueda exaltar su ego, presumirse y deleitarse con su propia pomposidad, además de jugosos y sesgados beneficios.
DEFENSORES DE OFICIO.
Asistir a esas reuniones es como asistir a una obra de teatro del absurdo. El “evangelizador en jefe” se ilumina y luce como quien ha visto el futuro —por cierto, idéntico al pasado caduco, pero con más gráficos de burbujas de una plantilla gratuita de Excel— la cual utiliza para exponer su visión, recurriendo a metáforas y cualquier cantidad de alegorías grandilocuentes que harían que un poeta barroco se escondiera de la vergüenza.
Cada objeción lógica se recibe no como argumento, sino como herejía, señalar fallos no es ser riguroso, es “no tener visión de equipo” en donde cada discrepancia razonable se recibe como una traición. Señalar inconsistencias no es análisis, es simplemente: “una falta de compromiso”, dicen.
La retórica que despliegan es una joya de ironía involuntaria. Hablan de “pasión” cuando sienten “pánico” y venden como “innovación disruptiva” lo que es copia inoperante de proyectos ya fracasados y en cuanto al “legado”, este suele reducirse a tazas con el logo o gorras bordadas, quedándose en algunos despachos oficiales, como la única evidencia de que el proyecto existió.
El refinamiento sarcástico alcanza su clímax con “el purista”, aquel coloquialmente conocido como “fanático”, una subespecie particularmente irritante, quien no defiende por interés económico, sino por una supuesta pureza ideológica que solo él percibe, y para él, toda crítica es prueba de incomprensión, autoproclamándose mártir sin causa y hasta un legendario cruzado que protege un castillo de naipes con solemnidad medieval.
DIPLOMACIA.
Interactuar con estos fanáticos requiere diplomacia y equilibrio social, con un alto costo para la salud. Mantener una sonrisa o una mirada perdida son herramientas de supervivencia emocional.
Uno aprende a elogiar con términos vagos sin comprometerse: “es, sin duda, un enfoque muy valiente”, el cual es un elegante eufemismo para desastroso, catastrófico o sombrío, una forma educada de decir que no tiene ni pies ni cabeza, mientras la traducción simultánea en nuestro cerebro es: “tú lo presentas, tú lo defiendes, pero no me pidas que me suba a ese barco”.
Lo más hilarante es la certeza con la que reescriben el fracaso. Si el proyecto se hunde con estruendo, la causa jamás son sus defectos, sino la “falta de compromiso del equipo”, “circunstancias externas imprevistas” —como la ley de la gravedad— o, la favorita: “era una idea demasiado avanzada para su tiempo”. La verdadera obra maestra es su capacidad de reescribir la realidad para salvar el ego de la humillación pública.
Al final, queda la sensación de haber participado en un ritual extraño: una danza en la que todos conocen los pasos, pero que, por educación, nadie admite lo ridículo de la coreografía, de hecho, es la comedia humana en su estado más puro: la búsqueda del interés personal, vestida con las galas de la grandiosidad.
Sobrevivir a estos embates requiere un mantra que es “no tomarse en serio a quien no se respeta ni se toma en serio a sí mismo”, así que cuando alguien inicie un discurso con “esto no es una obra, es una visión transformadora de desarrollo, es una revolución” …entonces prepárate.
Lo más recomendable es reír para no afectarse y disfrutar en silencio del espectáculo, porque esa “revolución” durará lo que dure el contrato del consultor que la diseñó, tal como la galleta de cartón: al final, siempre sabe a cartón.
Nadie está obligado a aportar su inteligencia para barnizar de credibilidad un disparate ajeno, y la verdad es que, si se le quita al fanático su causa, lo que le queda es su gansada.
Corolario
“La ironía es la cortesía del intelecto ante el espectáculo del fanatismo”
- Fotografía en portada creada con ayuda de Google Gemini.