Acciones no lamentos
“La locura es hacer lo mismo una y otra vez,
esperando resultados diferentes”
— Albert Einstein
Parece que esta máxima, tan citada en ámbitos de autoayuda y gestión, es el mantra secreto de quienes abordan proyectos y obras con el entusiasmo improvisador de un poeta romántico, pero sin la rima.
Percibimos la problemática de falta de planificación con la misma claridad con que vemos un elefante en una habitación, es evidente, ocupa espacio, pero todos acordamos tácitamente no mencionarlo para no incomodar, resultando más elegante culpar al destino, a la mala suerte o a un duende invisible que devora los procedimientos.
La fase de la percepción es un sensual bailable de negocios digno de estudio, pues inicia con un diagnóstico colectivo de miopía aguda, en el cual se confunde un PowerPoint colorido con una estrategia, y hasta un presupuesto escrito en una servilleta, con un documento financiero viable.
En esta fase se percibe el objetivo final con un brillo de triunfo en los ojos, mientras el camino para llegar allí permanece sumido en una espesa y turbia niebla, como si la mera fuerza del discurso fuera a pavimentar la ruta.
Posteriormente, de manera inevitable, nos enfrentaremos a las dificultades y consecuencias del sufrimiento, ya que la ironía se vuelve evidente: las obras y sus plazos, que durante la planificación parecían flexibles, se convierten en obstáculos despiadados cuando no se cumplen, transfigurándose en verdugos implacables de lo mal hecho.
El presupuesto inicial se manosea, presentándose como una cifra alegre pero poco realista, distante por mucho de la realidad, análogamente a la diferencia entre un gatito y un tigre de bengala, por lo que al surgir el más mínimo y vacuo imprevisto, como podrían ser la lluvia en temporada de lluvias, o un suelo inadecuado para la construcción, se exhibe lo inapropiado y débil del proyecto, que pudo ser evitable con cualquier planificación elemental y básica que habría considerado estos factores.
El padecimiento se adorna con reuniones de emergencia que podrían titularse “buscando culpables con elegancia” durante las cuales se debate con vehemencia, gran estilo y con actores elegantemente ataviados con guayaberas de lino almidonadas, quienes argumentan sobre la jerarquía del color de las paredes cuando el techo se está derrumbando.
GLAMOUR.
En la era de la queja creativa, se elaboran complejas teorías para explicar porqué el barco se hunde, exceptuando desde luego, la posibilidad de que se haya construido con agujeros desde el astillero.
Las reuniones de crisis se convierten en sesiones de terapia grupal donde se analizan los motivos por los cuales el universo conspira contra el genio, y en ellas se buscan chivos expiatorios con más ahínco que soluciones, porque culpar a las circunstancias o herencias, es siempre más elegante y hasta glamoroso, que admitir que se construyeron castillos en el aire sin cimientos, en pocas palabras: la queja se estiliza hasta convertirse en un discurso casi filosófico sobre la imposibilidad de controlar el caos.
Pero he aquí el quid de la cuestión: ¿y si cambiáramos el padecimiento por la resolución?, aun sabiendo que es una idea radical, proponer estrategias en lugar de quejas, equivale a ser el adulto en una habitación llena de niños discutiendo sobre quién se comió la última galleta.
La primera estrategia es “Planificar”, y aunque suene tedioso por la carencia del glamour, pues implica arrastrar el lápiz, exceder horarios, elaborar diagramas de Gantt, análisis de riesgos y —¡oh Dios! — sobre todo: pensar antes de actuar.
En lugar de deslumbrarse obsesivamente con una fachada monumental, debemos prestar atención a los cimientos, la estructura, el cableado, y entre otros tantos muchos, a esa cláusula en la página “x” del contrato, pues es ahí, en lo pequeño y aparentemente trivial, es donde anida el diablo, y donde una modesta dosis de previsión actuaría como exorcista.
La alternativa es aplicarse, y esa palabra que suele disfrazarse de obviedad, es en realidad un llamado a la acción inmediata, empero, lo que parece ser un acto sencillo se revela como un gesto de silenciosa rebeldía: sustituir el estruendo del “¡sálvese quien pueda!” por la pausa lúcida del “detengámonos un momento a pensar”, porque en el fondo, la estrategia más sutil y transformadora, es también la menos vistosa: la meticulosa y casi ascética, planificación.
De este modo, demostraremos tener la humildad y altura de miras para reconocer el error, así como la agilidad de enmendarlo sobre la marcha, aprendiendo la lección para la próxima vez, en lugar de grabarla en una lápida como epitafio del proyecto.
Estas estrategias no son grandilocuentes, ni prometen glorias épicas, son el equivalente al aceite que evita el chirrido de la maquinaria, la brújula en la tormenta que hemos equivocadamente ayudado a crear y que nos exigen cambiar la adrenalina del caos, por la satisfacción serena de la eficacia.
La administración actual para el futuro exige más inteligencia, que padecer con elegancia, pues la mejor crítica no es la queja, sino el plan alternativo trazado con humor, firmeza y tinta indeleble.
Corolario.
“Cuando la inteligencia guía la acción, el éxito deja de ser casual”
- Fotografía en portada de Getty Images a través de Unsplash.