Lo que no se puede medir, no se puede controlar;
lo que no se puede controlar, no se puede gestionar;
lo que no se puede gestionar, no se puede mejorar.”
—Peter Drucker
En el gran teatro de la gestión pública, los números han usurpado el papel de la verdad, se anuncia con gran pompa la inversión de cifras astronómicas, la ejecución de proyectos faraónicos y la promesa de un progreso imparable, es indudablemente un espectáculo seductor, diseñado para el titular de prensa y el aplauso fácil.
Empero, tras el telón de las grandes declaraciones, se esconde una realidad más prosaica, corriente y preocupante: la obsesión por el número crudo, divorciado de toda métrica verificable lo cual no es más que una farsa elegantemente orquestada o mejor dicho, es un sofisma.
CUANTÍA.
Se habla de kilómetros de fibra óptica tendidos, pero no de su ancho de banda o latencia, se enuncia la construcción de centros de salud, mas no se detalla su equipamiento o personal médico, se habla de miles de baches reparados, pero no se proporciona la dimensión de lo que se considera como un bache, pues como tal, no es una unidad de medida debidamente normalizada oficialmente, pues hasta hoy, nadie conoce sus magnitudes o dimensiones (largo x ancho x espesor, etc.)
Sin datos verificables, los ‘avances’ en infraestructura son apenas fuegos artificiales para la foto y el boletín, requerimos cifras claras que contrasten el progreso real, de otro modo, seguiremos coleccionando enunciados para presumir sin saber si en verdad, estamos venciendo los obstáculos o solo pintándolos de colores.
Por lo tanto, establecemos que el dato aislado o encapsulado, es un fetiche con el que se nos quiere seguir timando y presumiendo.
Esta práctica no es ingenua, es la materialización de una falacia de ambigüedad, elevada a política de Estado.
Se confunde deliberadamente la cantidad con la calidad, la intención con el resultado, el gasto con la inversión y en la última fila de gayola queda el ciudadano, bombardeado con cifras monumentales e imposibilitado para discernir entre lo tangible y lo ilusorio, prácticamente se le pide fe, no comprensión.
La falta de un patrón de medida uniforme y verificable convierte el discurso del progreso, en un ejercicio de relatividad absurda.
Un puente no se mide solo por su longitud, sino por su resistencia, su vida útil, su impacto en la logística local y sin estas variables, un puente de 100 metros puede ser tan útil como uno de 50, o tan defectuoso como para requerir su demolición en un año, entonces vemos que el número aislado es un traidor a la verdad.
La ironía suprema radica en que, al recurrir a esta “neolengua” de la gestión, el mayor éxito es aquel que no puede ser refutado.
Y al ser un proyecto intangible e imperturbable ante el escrutinio, se transforma en un proyecto perfecto y blindado al fracaso, pues nunca tuvo parámetros definidos de éxito.
Como inferimos, su existencia se reduce a un ciclo vital de anuncio, celebración y olvido, convirtiéndose literalmente en un fantasma que solo habita en los comunicados de prensa.
Esta cultura del simulacro numérico tiene un efecto corrosivo, ya que socava la credibilidad de las instituciones, premia la insignificancia y vacuidad sobre el rigor, y castiga la honestidad intelectual.
MÉTRICAS.
El gestor serio, el que se preocupa por los indicadores de rendimiento y los estándares de calidad, queda opacado por el ilusionista de las grandes cifras, pues se premia al que mejor anuncia o comunica, y no al que mejor ejecuta.
La solución no yace en inventar métricas de versos o estrofas más complejas, sino en exigir transparencia en las básicas.
El verdadero avance se mide con unidades concretas: megavatios efectivos de energía distribuida, reducción de minutos en tiempos de traslado, porcentaje de reducción de la deserción escolar, aumento de la esperanza de vida en la comunidad, en pocas palabras: datos duros y contrastables.
Exigir esta precisión no es ser quisquilloso por norma, antes bien, es un acto pleno de defensa ciudadana, es el antídoto contra la propaganda disfrazada de informe de gestión, y se erige como una muralla que separa a una democracia funcional de una tecnocracia del engaño.
Por lo tanto, debemos proponer como principio irrenunciable de toda administración pública, la implementación de una “Carta de Métricas Fundamentales”.
Todo proyecto financiado con recursos públicos deberá ser enunciado, desde su concepción, con sus indicadores de éxito claros, medibles, auditables y universalmente accesibles.
El valor de una obra ya no se dirá en moneda invertida, sino en unidades de mejora concreta para la vida de las personas.
Solo así el número recuperará su dignidad y, sobre todo, su veracidad.
COROLARIO
“Uso de unidades y medidas verdaderas en las obras públicas, desactiva toda falacia”
- Fotografía en portada por Art Lasovsky a través de Unsplash.