“El problema de nuestro tiempo
es que el futuro ya no es lo que solía ser.”
— Paul Valéry
La atemporal frase de apertura con elegante ambigüedad nos invita a reflexionar sobre una paradoja contemporánea: mientras el conocimiento técnico y la capacidad profesional alcanzan niveles sin precedentes, las decisiones públicas parecen cada vez más ajenas a la lógica, la evidencia y el mérito.
En lugar de convocar a los mejores, los gobiernos —con honrosas excepciones— se rodean de leales, improvisados o francamente mercenarios, pero ¿Por qué? ¿Qué lógica perversa sostiene esta práctica? Durante el transcurso que la lectura que estas líneas nos dominarán, nos adentraremos en esa incómoda pregunta, no para lamentarse, sino para entender y, eventualmente, proponer.
En la carpa política actual, los protagonistas rara vez son los más preparados, ya que el “casting” o selección de actores para el reparto se decide no por talento, sino por conveniencia.
El político promedio no busca resolver problemas: busca sobrevivir a ellos y para eso, nada más útil que un séquito de incondicionales que no cuestionen, no propongan, no brillen, porque la competencia asusta y la excelencia incomoda.
“Los profesionistas capaces —ingenieros, urbanistas, médicos, economistas— suelen tener una molesta costumbre: pensar”
Y peor aún, pensar críticamente, ya que no se conforman con el “sí señor” sino que preguntan, corrigen y advierten en pocas palabras, poniendo sobre el relieve y a la vista de todos, que en un entorno donde la lealtad se premia más que la lucidez, el pensamiento técnico se vuelve subversivo.
Pero no se trata solo de miedo, pues hay una lógica estructural detrás de este extraño método y la manera constante en que se continúa practicando.
El político que gobierna desde la precariedad, sumisión o como rehén—sin visión, sin proyecto, sin convicciones— necesita construir una red de control, haciendo que esa red no sea tejida por expertos, sino por operadores.
Los “cuates” garantizan obediencia, discreción y, sobre todo, complicidad, son los “si señor” (yes-men) del poder, los que convierten el fracaso en narrativa, el desfalco en “reestructuración”, la omisión en “prudencia”.
Luego están los mercenarios, esos que se contratan ya que no son amigos, pero sí funcionales, recordemos que se alquilan por contrato, por campaña, por coyuntura y su lealtad no es ideológica, sino transaccional.
Son considerados como los consultores de humo, los asesores de PowerPoint, los estrategas de la nada destacándose que su talento no está en resolver, sino en simular que algo se está haciendo, son los expertos en el arte de la posverdad institucional.
Mientras tanto, los verdaderos profesionales —los que podrían diseñar políticas públicas robustas, sistemas de salud eficientes, infraestructuras resilientes— son relegados al margen.
Si se les convoca, lo hacen tarde o a toro pasado para simular inclusión, se les escucha poco, se les descarta rápido ya que su presencia es incómoda porque revela lo que podría haberse hecho y no se hizo. Son testigos involuntarios del desperdicio.
Desde luego que hay excepciones caracterizadas por políticos que entienden que gobernar no es administrar favores, sino construir futuro, pero tristemente son minoría en donde la regla sigue siendo la mediocridad organizada y como toda regla, tiene sus mecanismos de reproducción: partidos que premian la docilidad, medios que celebran el espectáculo, ciudadanos que confunden carisma con capacidad.
En este punto, uno podría preguntarse si todo está perdido y la respuesta es simple: no lo está, pero tampoco se resolverá con indignación, se necesita una estrategia.
Y para tener algo chusco en esta tragedia llena de horrores, podemos considerar que hasta en la tragedia hay espacio para el humor y si los profesionistas quisieran incidir, tendrían que aprender a hablar como politiqueros (“politiquees”), disfrazando sus propuestas como “iniciativas ciudadanas”, sus diagnósticos como “narrativas de cambio” y sus críticas como un “diálogo constructivo”, en otras palabras, tendrán que aprender a bailar con la más fea sin perder el paso. ¡Háganme el favor!
Porque si algo ha demostrado la historia es que la técnica sin política es impotente, y la política sin técnica es peligrosa, el reto está en reconciliar ambas, cuidando y teniendo claro que no se trata de que los expertos se conviertan en políticos, ni que los políticos se vuelvan expertos, se trata de construir puentes, de crear espacios donde el mérito no sea sospechoso y la lealtad no sea sinónimo de ceguera.
La solución no está en esperar que los políticos cambien por iluminación divina, está en construir mecanismos institucionales que obliguen a considerar el mérito, tipo comités técnicos independientes, concursos públicos ciudadanos transparentes, auditorías sociales, observatorios de desempeño, y sobre todo, está en formar una ciudadanía que no se conforme con promesas, sino que exija resultados.
Porque al final, el futuro no se construye con cuates ni con mercenarios y aunque eso no garantice el aplauso inmediato, sí garantiza algo más valioso: la posibilidad de que el futuro vuelva a ser lo que solía ser, o mejor aún, lo que nunca ha sido, pero aún puede llegar a ser.
Corolario.
“El futuro se construye con ideas, con rigor y compromiso”
- Fotografía en portada de Khoiru Abdan a través de Unsplash.