“La libertad de expresión es

decir lo que la gente no quiere oír.”

— George Orwell

Vivimos tiempos curiosos, en donde se ha perfeccionado el arte de dejar de nombrar las cosas para no incomodar, prácticamente hemos construido un consenso lejos de ideas compartidas, sino más bien sobre silencios pactados y aunque la comunicación abunda, el respeto no se mide por la sensibilidad del oyente, sino por “ser políticamente correcto” ante la realidad.

Estas líneas no son una apología del insulto ni un ataque a la cortesía, son una defensa de la lucidez, del coraje de decir lo que se piensa frente a la comodidad de callar, de ninguna manera se propone la grosería, sino la utilización de un bisturí preciso de quien se niega a llamar al fuego “energía térmica no controlada” mientras arde un edificio.

Es una invitación a la valentía modesta de nombrar lo que se ve, aunque incomode, aunque desmonte narrativas, porque el precio de la corrección perpetua es la irrelevancia y la complicidad con lo que no funciona.

Lamentablemente hoy, en un mundo regulado por la etiqueta de lo políticamente correcto, y en donde las palabras se pesan en balanzas de hipersensibilidad, la franqueza se ha vuelto incómoda.

Se privilegia la forma sobre el fondo, el eufemismo sobre la verdad, por eso urge reflexionar sobre la necesidad de ser políticamente incorrectos cuando la realidad exige ser expuesta sin adornos, sobre todo en asuntos de Infraestructura y Desarrollo.

SENSORES.

La corrección política no nació como villana, surgió del deseo de crear espacios respetuosos, pero ha evolucionado hacia una censura voluntaria, un autocontrol que prioriza no ofender sobre ser lúcidos, so pena de censura o persecución.

Se ha tejido una malla de silencio en torno a temas espinosos, para que nadie se sienta aludido, abonando un terreno muy fértil para que la clase política lo aproveche para evitar rendir cuentas.

Este culto a la sensibilidad extrema sofoca el debate, convirtiendo las conversaciones en coreografías previsibles, inclusive se penaliza el disenso como si fuera una herejía, anulando la dialéctica, motor del progreso intelectual, recordemos que, sin fricción, no hay pulido de ideas.

La realidad es tosca, imperfecta y a menudo desagradable por lo que pretender vestirla con el traje de corrección no la transforma, solo nos engaña, es como diagnosticar una enfermedad grave con un eufemismo ya que el pronóstico no mejora por suavizar el nombre, y la verdad, por dura que sea, es el único punto de partida para cualquier solución genuina.

MANIFIESTO.

La incorrección política no es simple rebeldía: es un deber cívico, es nombrar las cosas por su nombre, rechazar el azúcar que recubre la píldora amarga de la corrupción, es señalar que el emperador está desnudo, aunque todos alaben su invisible vestimenta.

Existe una clara línea que separa y revela dos campos: ser incorrecto por principio o serlo por provocación. La diferencia radica en que el primero busca, cuestiona y propone soluciones, mientras que el segundo solo genera ruido.

La incorrección útil no pretende ofender, sino iluminar, no faltar al respeto a las personas, sino que se respeta demasiado la verdad como para distorsionarla.

El propósito es limpiar el debate público de eufemismos estériles y enfrentar los problemas reales con honestidad intelectual, no se trata de promover el salvajismo verbal, sino de reivindicar un espacio para la franqueza robusta ya que urge contar con una sociedad madura, capaz de escuchar verdades duras sin desmoronarse, de debatir sin confundir ideas con agresiones.

Educadores, medios e intelectuales tienen una responsabilidad clave: no adoctrinar en la corrección, sino enseñar a pensar críticamente. La fortaleza mental se construye enfrentando ideas desafiantes, no refugiándose en burbujas de consensos artificiales.

La incorrección política necesaria es un antídoto contra la decadencia intelectual, es un llamado a recuperar el valor de la franqueza como servicio a la comunidad y a la verdad, la cual por incómoda que sea, siempre será más útil que la mentira confortable, tengamos presente que el progreso real nunca se ha logrado diciendo solo lo que todos querían oír.

Recuperemos el valor cívico de hablar claro, de pensar con cabeza propia en un mundo de consignas prefabricadas, evitando el circunloquio y los rodeos, que hoy se están convirtiendo en moneda de uso corriente.

En el fondo, ser políticamente incorrecto, es un elogio a la libertad responsable: aquella que prefiere el riesgo de la verdad al refugio de la corrección.

La historia no recuerda a quienes fueron amablemente correctos, sino a quienes tuvieron el valor de señalar las verdades incómodas que su tiempo se negaba a ver.

Corolario:

“El silencio por conveniencia es complicidad con la ignorancia y la corrupción”

  • Fotografía en portada por Israel Palacio a través de Unsplash.