El secuestro invisible del poder
“El precio de la libertad es la eterna vigilancia.”
— Thomas Jefferson
La claridad y sensación ante innumerables hechos que estamos padeciendo, nos trae a cuenta el efecto coloquialmente conocido como “El síndrome de Estocolmo”, el cual es una paradoja fascinante de la conducta humana.
En política, representa la forma extravagante en que las víctimas del abuso pueden verse vinculadas emocionalmente a sus dominantes, en un intento inconsciente por protegerse de una amenaza que les inventen para mantenerlos apresados.
Establecido tras un célebre secuestro en Estocolmo en los años setenta del siglo pasado, describe el extraño vínculo emocional que una víctima puede llegar a desarrollar con su captor, al cual, en lugar de odiarlo, lo justifica, lo protege y hasta lo defiende, es decir, es prácticamente una lógica trastornada, nacida del miedo y la dependencia, que convierte al agresor en supuesto protector.
Lo inquietante es que este fenómeno se ha infiltrado en un terreno hasta hace poco insospechado: la política.
EQUIVALENCIAS.
Hoy hay gobernantes que parecen sufrir una versión tropicalizada de este síndrome, ya que no son secuestrados en un Banco ni encerrados en un sótano, sino atrapados en oficinas de lujo y despachos alfombrados, donde las cadenas no son de hierro, sino de oro e intereses.
Sus captores se caracterizan por dos cosas: 1) no llevan armas, sino ropa y guayaberas de diseñador, y 2) no piden rescates en efectivo, sino favores, contratos, concesiones y decisiones estratégicas, a cambio de regalos suntuosos.
Así, los políticos terminan agradeciendo lo indebido, confundiendo también obsequios con legitimidad, favores con destino, contratos privados con política pública, y lo peor, es que comienzan a justificar la conducta de quienes los tienen amarrados.
Esto apoya la equivalencia entre la víctima que agradece a su secuestrador por no matarla, y estos líderes que agradecen a sus “benefactores” por mantener una falsa estabilidad y flujos de “cash” circulando.
La ciudadanía mientras tanto queda indirectamente en calidad de rehén, lo que nos valida recordar que en campaña se le prometió un gobierno libre, fuerte y con rumbo, pero lo que recibe, es un gabinete que parece más preocupado por cumplir los caprichos de sus patrocinadores que por resolver la inseguridad, la pobreza o la desigualdad y, precisamente es en este momento cuando se revela que la Democracia tan presumida, se convirtió en un banquete privado.
El problema no es solamente el soborno tradicional, lo verdaderamente grave es la colonización emocional del político y su rendición moral, es una especie de enamoramiento con el captor que lo convence de que sin él, el Estado se derrumbaría.
En pocas palabras, el gobernante deja de ser estadista para transformarse en administrador de intereses ajenos, en gerente de caprichos dorados.
CARPAS.
El teatro político, para colmo, se viste de eufemismos, ya que donde hay obediencia, se habla de “colaboración con el sector privado” y donde hay entrega de soberanía, se proclama “inversión extranjera estratégica”, al igual donde hay claudicación, se invoca “modernización”.
El lenguaje se convierte en máscara, y el ciudadano, en espectador desconcertado que intenta descifrar cómo y cuándo el discurso de campaña se transformó en servidumbre maquillada.
Lo chusco, aunque con sabor amargo, es que algunos funcionarios han confundido la rendición de cuentas, con la cuenta del restaurante y que, entre brindis y platillos de autor, creen que servir a los ciudadanos, les autoriza servirse del Estado, sarcásticamente podríamos considerar que:
“La política ha sido reducida a servicio de mesa, con el pueblo pagando la factura sin siquiera probar el postre” —Alfonso A. González F.
El riesgo de esta dinámica es monumental, ya que un gobernante atrapado en este síndrome no gobierna, simplemente administra lo que sus patrocinadores dictan, y un país con gobernantes hechos rehenes, es un país condenado a la parálisis, donde la agenda del Estado se subordina de facto a una agenda privada, dejando la seguridad, la justicia y el desarrollo como prisioneros de la codicia.
CORTAPERNOS.
Ante lo evidente del secuestro invisible y cómo romperlo, la respuesta no es mágica, pero sí clara:
- Transparencia radical: nada oculto, todo a la vista.
- Sanciones ejemplares: conflicto de interés, castigo inmediato.
- Vigilancia ciudadana: democracia defendida todos los días.
El poder en la democracia no es rehén de lujos ni favores, sino mandato del pueblo, así como tampoco el síndrome de Estocolmo es en la política, una metáfora ligera, sino una amenaza real que solo se cura con luz, con vigilancia y con la voluntad colectiva.
El futuro y desarrollo de ningún Estado puede ser escrito en la penumbra de cenas privadas, ni en la fragancia de los obsequios caros.
Corolario:
“La política no puede convertirse en un romance con el secuestrador”
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Imagen en portada generada a través de Gemini con la instrucción “Genera una imagen con estilo realista, de una persona vestida con guayabera de manera elegante, sentada en un escritorio y con las manos sobre el escritorio, pero estas encadenadas una a otra, su boca amordazada y sus ojos vendados, el fondo debe ser de una oficina lujosa y el ambiente que evoque lujo”.