El arte de la discordia necesaria

“El poder tiende a corromper,

y el poder absoluto corrompe absolutamente”

—Lord John Acton

 

En México, como en muchas democracias en desarrollo, la exigencia de contrapesos institucionales suele tratarse como una preocupación exclusiva de académicos, activistas o periodistas.

Se habla de ellos en foros, se escribe sobre ellos en columnas, y se les menciona en discursos que suenan muy bien, pero que rara vez se traducen en acciones concretas, mientras el ciudadano común, queda atrapado entre la indignación y la resignación, como si vigilar el equilibrio de poderes fuera un lujo.

VISIÓN.

La exigencia de contrapesos no es capricho ni accesorio, es la condición indispensable para que el poder no se desborde y la historia lo demuestra con crudeza: cuando el poder carece de límites, degenera en abuso y tiranía, tal como Lord Acton lo advirtió desde el siglo XIX, fijando también que solo donde el poder encuentra frenos, puede sobrevivir la libertad.

Los contrapesos son el sistema inmunológico del cuerpo político, no existen para paralizar, sino para obligar a la deliberación, al consenso y a recordar que ninguna voz debe imponerse como monólogo absoluto.

Donde los poderes Ejecutivo, Legislativo y Judicial se funden en una sola voluntad, lo que emerge no es gobierno, sino administración de la fuerza disfrazada de legalidad.

El poder, sin vigilancia, no se vuelve sabio, se vuelve cómodo y en esa comodidad nacen caprichos, arbitrariedades y abusos, ejemplificados por emperadores que se creían dioses y pasando por alcaldes que se sienten dueños del presupuesto, revelándonos que lo que vemos, es constante: alergia instantánea a la fiscalización y desprecio a la crítica.

Frente a ello, un Poder Judicial independiente, un Legislativo vigoroso, una prensa libre y una sociedad civil activa, no son adornos democráticos, sino pilares que requieren fortalecimiento, legitimidad y recursos para decir “no” cuando es necesario y defender la libertad de todos.

Sin contrapesos no hay democracia, solo simulacro, por lo que los equilibrios entre poderes y la vigilancia ciudadana, no son trabas al gobierno, sino garantías de que la libertad no se extinga bajo la sombra de un poder único.

La experiencia histórica confirma que, allí donde se disuelve la crítica y se sofoca la fiscalización, florece la arbitrariedad, por ello, preservar y fortalecer instituciones autónomas, prensa libre y ciudadanía activa, no es un lujo, sino un deber colectivo.

Solo así la política deja de ser instrumento de capricho y se convierte en espacio de servicio, enfatizando que una Democracia se considera madura, cuando el poder sabe que no se manda solo, sino que debe rendir cuentas.

OXIGENO.

La transparencia es el carburante de este ecosistema, sin ella, los controles se asfixian en la opacidad y se convierten en espacios vacíos y a modo.

Un ciudadano informado es el contrapeso final, es el juez último de la gestión pública y su derecho a saber, es inalienable, constituyendo la base sobre la cual se ejerce toda forma de rendición de cuentas.

La salud de una democracia no se juzga por la eficiencia con la que se decreta, presume o anuncia, sino por el rigor con el que se le cuestiona, haciendo que la fricción resultante, lejos de ser un defecto o inconveniente, sea una verdadera prueba de su temple, calidad de composición y robustez, dejando claro que el ruido y aumento de temperatura que ocurren es la misma libertad funcionando.

Hay momentos en que la institucionalidad roza lo absurdo, como cuando los órganos de control dependen del mismo Poder que deben vigilar, o cuando los informes de rendición de cuentas más bien parecen boletines de logros que ejercicios de transparencia.

¿Quién vigila al vigilante? ¿Quién audita al auditor? ¿Quién le dice al poder que ya se pasó de la raya?, si la respuesta es “nadie”, o son los mismos cuates, entonces estamos ante una democracia disfuncional, o lo que es lo mismo: una vulgar y vil simulación.

Exijamos instituciones fuertes e independientes, participemos y cuestionemos, ya que la discordia legal, metódica y civilizada, no es un mal a erradicar, sino el precio no negociable de una sociedad abierta, que la convierte en el arte supremo de la participación ciudadana.

Si queremos una sociedad justa, el equilibrio de poderes no puede depender de la buena voluntad de los gobernantes ni de la suerte electoral, depende de nosotros y de nuestra capacidad para exigir, vigilar y actuar.

El poder sin límites no es poder, es peligro, y el contrapeso más urgente no está en las leyes, sino en la conciencia de cada ciudadano.

Corolario:

“La libertad no se conserva por inercia, se construye y defiende cada día”

  • Fotografía en portada de Cottonbro Studio a través de Pexels.