Estafas en nombre del transporte moderno
La movilidad sustentable se ha convertido en una consigna recurrente de gobiernos y empresas que buscan responder —al menos en el discurso— a las demandas de acción climática, sin embargo, detrás del lenguaje tecnocrático y las promesas de modernización, crece una práctica cada vez más común: el greenwashing, o lavado verde.
Este fenómeno ocurre cuando se promueven medidas supuestamente ecológicas que, en realidad, no tienen un impacto ambiental significativo y terminan generando más problemas que soluciones.
El transporte público es uno de los sectores donde el greenwashing ha echado raíces con fuerza, ya que, en distintas ciudades, los gobiernos han sustituido flotas tradicionales por vehículos eléctricos o híbridos, sin estudios previos que validen su viabilidad técnica, económica ni financiera.
Muchos de estos proyectos no están respaldados por una planificación integral ni por una transición energética real: los vehículos eléctricos, por ejemplo, siguen dependiendo de fuentes de energía sucia, mientras sus costos de operación superan por mucho a los sistemas anteriores.
El resultado es una paradoja: se promete sustentabilidad, pero lo que se entrega son tarifas más altas, rutas reducidas y menor accesibilidad para quienes más dependen del transporte público, en lugar de mejorar la vida de los usuarios, se limita aún más su movilidad cotidiana.
DISFRAZ
Es fundamental identificar la corrupción disfrazada de modernización, pues más allá de la ineficiencia, lo más grave es que muchos de estos proyectos son impulsados desde estructuras opacas y sin participación ciudadana, en donde se adjudican contratos millonarios sin licitaciones transparentes.
Desde ellas se imponen decisiones sin consultar a expertos independientes, ni a los ciudadanos, ni mucho menos a los mismos usuarios, además de maquillar los datos para justificar inversiones que solo benefician a unos cuantos.
En algunos casos, se eliminan rutas consolidadas para dar paso a corredores verdes (de nombre) que terminan favoreciendo intereses privados, en otros, las unidades nuevas presentan fallas recurrentes o resultan inadecuadas para la realidad operativa de las ciudades a lo que se suma la falta de capacitación de operadores, produciendo malestar y accidentes.
Todo esto mientras los funcionarios responsables celebran “logros” con cifras maquilladas, informes sin sustento técnico y campañas de relaciones públicas bien financiadas.
La movilidad sustentable debe ser también socialmente justa y no puede limitarse al cambio tecnológico, pues requiere una visión integral donde se considere el contexto urbano, la procedencia de la energía, y, sobre todo, el impacto social y económico en los usuarios.
En este sentido, el diseño de cualquier sistema de transporte debe partir de tres pilares esenciales:
- Participación de expertos independientes, que evalúen con rigor técnico la viabilidad ambiental, financiera y operativa de los proyectos.
- Consulta pública real, donde la sociedad tenga voz en las decisiones que afectan su movilidad diaria.
- Corridas financieras transparentes, que garanticen que los costos de modernización no recaerán en el bolsillo del usuario, especialmente durante los primeros años de implementación.
Es fundamental que los proyectos se acompañen de esquemas de financiamiento justos, inclusive considerando la viabilidad de una participación mixta, donde el sector público y privado colaboren bajo reglas claras, con concesiones supervisadas y mecanismos de control social.
La rentabilidad debe existir, pero no a costa del acceso ni de los derechos de los ciudadanos.
ESTRATEGIAS.
Para romper con esta lógica perversa del greenwashing, es necesario establecer una hoja de ruta clara, implementando sistemas de fiscalización autónomos y procesos participativos obligatorios.
Los proyectos en curso deben evaluarse con base en datos abiertos y reales, ajustando tarifas, rutas y tecnologías según los resultados y proceder en caso de existir motivos plenos.
De esa manera en el mediano y largo plazo —entre cinco y diez años—, podría consolidarse una red de transporte verdaderamente sustentable: limpia, equitativa, eficiente y, sobre todo, libre de corrupción.
La sustentabilidad no puede ser solo un eslogan político ni una excusa para enriquecer a unos pocos.
La ciudadanía merece un transporte público digno, transparente y adaptado a sus necesidades, y mientras no se enfrente el greenwashing con datos, participación y justicia, la movilidad “verde” seguirá siendo una promesa hueca que cuesta caro y resuelve poco.
El cambio es posible, pero solo si se prioriza a las personas por encima del negocio.
Corolario,
Transparencia y rendición de cuentas, obligadas para un transporte moderno y digno.
- Imagen en portada generada con ChatGPT